OPINIÓN NUMA MOLINA
¡Como sufre nuestra gente! Pero aún es más grande el sufrimiento cuando va acompañado del dolor físico, de la enfermedad, de la palidez que no es el comienzo sino el final de una larga historia de hambre y de carencias generalizadas.
Es humillante y nada cristiano darse cuenta de que, mientras las clases pudientes tienen sus clínicas privadas y médicos de cabecera, la gente de nuestros barrios y campos se muere en el silencio, sin primeras páginas en los diarios, sin compasión. De esa dolorosa historia están llenos nuestros barrios y campos.
¿Cómo olvidar la muerte de una madre parturienta en un pueblo abandonado de los Andes venezolanos? Era el día 7 de noviembre y mientras la brisa helada soplaba por las solitarias calles empedradas del caserío, una cuadrilla de hombres hacía su entrada desde un campo lejano; embarrados y macilentos, extenuados por el hambre y la sed después de cinco horas cargando a una enferma. Dos palos de maguey y una hamaca servían de ambulancia. Dentro, amontonada y sudorosa una madre callaba y sufría sin quejarse. En el pueblo solo había un dispensario con algunos frascos de vidrio empolvados y vacíos en un armario y un camastro de metal de quién sabe cuantos años. Esto era cuanto existía para salvar vidas. Había una generosa enfermera que, impotente ante el dolor que por allí desfilaba cada día, hacía cuanto estaba a su alcance, pero muchos morían en sus manos ante la angustia que le causaba el no poder hacer más.