Alimentos para el Alma

"No es la superficie lo que debemos cambiar, es el hombre, comencemos por nosotros mismos dando ejemplo, de que estamos impregnados de la nueva idea"

Hugo Rafael Chávez Frías

lunes, 13 de mayo de 2013

En homenaje a la Misión Barrio Adentro

OPINIÓN NUMA MOLINA

¡Como sufre nuestra gente! Pero aún es más grande el sufrimiento cuando va acompañado del dolor físico, de la enfermedad, de la palidez que no es el comienzo sino el final de una larga historia de hambre y de carencias generalizadas.
Es humillante y nada cristiano darse cuenta de que, mientras las clases pudientes tienen sus clínicas privadas y médicos de cabecera, la gente de nuestros barrios y campos se muere en el silencio, sin primeras páginas en los diarios, sin compasión. De esa dolorosa historia están llenos nuestros barrios y campos.
¿Cómo olvidar la muerte de una madre parturienta en un pueblo abandonado de los Andes venezolanos? Era el día 7 de noviembre y mientras la brisa helada soplaba por las solitarias calles empedradas del caserío, una cuadrilla de hombres hacía su entrada desde un campo lejano; embarrados y macilentos, extenuados por el hambre y la sed después de cinco horas cargando a una enferma. Dos palos de maguey y una hamaca servían de ambulancia. Dentro, amontonada y sudorosa una madre callaba y sufría sin quejarse. En el pueblo solo había un dispensario con algunos frascos de vidrio empolvados y vacíos en un armario y un camastro de metal de quién sabe cuantos años. Esto era cuanto existía para salvar vidas. Había una generosa enfermera que, impotente ante el dolor que por allí desfilaba cada día, hacía cuanto estaba a su alcance, pero muchos morían en sus manos ante la angustia que le causaba el no poder hacer más.
En ese villorrio y en otros tantos, era una grosería protestar porque no había médico, pues parecía que los campesinos de aquella región estaban condenados a morir de cualquier cosa. Sus más elementales derechos no solo les eran negados, sino que no los sabían ni se los enseñaban para que no los reclamasen. Es el peor de los analfabetismos, no conocer sus propios derechos.
 
Aquella joven madre, aferrada a la vida y negándose a morir por el amor a sus hijos, tuvo que morir. Pero, ¡claro! si no había otra alternativa, el pecado de ser pobre no le daba derecho a tener un servicio médico. Expiró después de ser estrujada una hora más en un destartalado jeep que lentamente se deslizaba como una araña por el camino pedregoso; el hospital más cercano estaba a otras cinco horas de viaje.
 
Era una mujer creyente como todas las madres campesinas de aquellas tierras, devota a la Virgen a quien hasta pudo llamar en los últimos minutos. El Dios de Jesús y sus santos son la única esperanza del pobre cuando no tiene otra elección sino la muerte y cuando hasta los más elementales derechos le son negados.
 
Como esta historia hay tantas, escondidas en la arrugada geografía de los Andes venezolanos, en la tierra panche de nuestros llanos o en los escaléricos cerros de las grandes ciudades. Historias que nunca se han contado y que jamás se contarán. El cielo está lleno de muertos víctima de la injusticia de un sistema que nunca ha pensado en la salud del pobre. Que desde siempre se construyó hospitales, clínicas, formó médicos y diseñó seguros para una élite.
 
Hoy cuando recuerdo aquella historia verdadera, de la cual tristemente fui testigo, no puedo sino alabar y bendecir la presencia de un médico entre los pobres, porque, Dominga, la madre de la cual les hablo, formó parte de esos millones de víctimas a quienes la salud les ha sido negada. Cuánto hubiese dado yo, aún siendo tan insignificante, por un médico en aquel olvidado caserío para que salvara la vida de aquella madre y de tantas otras que morían por la misma causa. Había parido con dolor extenuante un hijo, y ahora con el silencio que solo la fe era capaz de darle, moría irremediablemente como la cosa más normal. Claro, ella no era noticia, nunca lo fue, pues era tres veces pobre porque: era campesina, era mujer y sin salud.
 
Es fácil para los ricos de este mundo que siempre han tenido todo desde la cuna, hacer juicios absurdos sobre la presencia de los médicos cubanos y de los hoy médicos integrales. No es una ideología la que está en juego, es la vida y la salud de un pueblo y eso no admite distinciones ideológicas. Solo los que hemos pasado por la escuela del dolor al no tener médico, valoramos su presencia como la de un apóstol, como la del mismo Jesús que pasó por los pueblos heridos de su tiempo, “haciendo el bien y curando a todos los que tenían alguna enfermedad”. Esta debe ser la misión de los médicos, de la nacionalidad que sean, y un deber del estado proporcionar los recursos para que su presencia sea un hecho salvador entre los humildes.
 
Aquella tarde de noviembre solo hacía falta un médico: negro o blanco, cubano, estadounidense o europeo, creyente o ateo, cirujano o integral, no me importaba eso. Lo que importaba era salvar una vida y evitar la secuencial tragedia que comenzaba para cinco huérfanos. Un bien de tal naturaleza sigue siendo más cristiano que todos los credos que se hayan inventado. A Jesús le encantaría, como le encantó el gesto del buen samaritano.
 
Samaritanos, eso es lo que necesitamos. No importa si son judíos o gentiles, lo que importa es que sean buenos samaritanos, capaces de acercarse sin temor, sin asco, sin prejuicios raciales ni religiosos a un pueblo herido, pateado y abandonado a la orilla de las grandes autopistas.
 
Al diablo con los criticones de palacio, es fácil emitir juicios cuando el dolor de ser pobre no ha tocado el alma. Desgraciadamente, la falta de experiencia desde el sufrimiento hace a los hombres ciegos e indolentes y no les deja ver la presencia de Dios en la historia de los pueblos.
 
Ya lo decía Bolívar: “La humanidad se divide en dos grandes grupos, unos que trabajan y otros que se sientan a criticar de los que trabajan”.
 
LA HISTORIA COMO UN VALOR
 
Un elemento integrador de la vida del país es la enseñanza de la historia. Los pueblos mediorientales que eran de tradición oral se ocupaban de enseñar desde la infancia la historia de su clan. La Biblia, por ejemplo, forma parte de esa sabiduría hebraica que permaneció durante centurias en la memoria colectiva, transmitida de generación en generación hasta que se puso por escrito.
 
Conocer la historia de nuestra Patria y de nuestro continente es fundamental. Conocer es la base para que acontezca el enamoramiento de algo o de alguien. San Agustín, quien fue un gran filósofo y teólogo, sostenía que “no se puede amar lo que no se conoce”.
 
Con frecuencia escuchamos hablar de la pérdida de la memoria histórica en nuestros colectivos o de la enseñanza de una historia adulterada. Eso es verdad y ha acontecido con mucha frecuencia en esta Patria grande.
 
Si nos cuentan mal la historia, si solo sabemos de las bondades del invasor, como sucedió en Venezuela, con seguridad nos han alienado históricamente. ¿Qué sabemos de nuestros indígenas, por ejemplo? Y para ahondar más, ¿qué lenguas indígenas se enseñan en nuestras escuelas públicas? Ninguna. ¿Cómo olvidar el concepto de historia de Venezuela que aprendí de memoria en tercer grado? Aquel era un libro gordo de preguntas y respuestas. Pregunta: ¿qué es historia de Venezuela? Respuesta: “es la relación de los hechos sucedidos desde que Cristóbal Colón descubrió a América hasta nuestros días”, imagínense ustedes semejante respuesta en la que los únicos que hicieron historia fueron los colonizadores. Es decir, antes no existía historia, los petroglifos y toda la riqueza milenaria de nuestros antepasados no existió. Y como yo cuántas y cuántos venezolanos aprendimos de memoria un concepto de historia que si no es por un golpe casi milagroso de un docente o de cualquier crítico que te despierte a la reflexión, ese concepto lo sigues llevando en el subconsciente y no solo eso sino que actúas desde él.
 
La historia mal contada, adulterada según los intereses de clase de quien la escribe, se puede convertir en una herramienta castrante para la liberación de los pueblos. La historia adulterada puede ser lo que Marx dijo en su tiempo de la religión, “opio del pueblo”.
 
Después de esta anécdota, ¿cuál es la tarea que tenemos por delante? Hacer de la historia patria otro valor imprescindible que debemos enseñar. La memoria histórica de un pueblo es directamente proporcional al amor que se tiene por ese terruño. Para poner un ejemplo, hoy muchos jóvenes y adolescentes que están apenas saliendo de nuestros liceos desconocen lo que significó el Caracazo o lo que es lo mismo aquel fatídico genocidio que aconteció el 27 de febrero y en los días siguientes. Tal vez les han dicho que fue una desbandada delincuencial que atacó la propiedad privada en vez de enseñarles que fue el colmo de la indignación de un pueblo, acorralado por la hambruna de una década en la que, la mayoría de los investigadores sociales coinciden, fue la etapa del puntofijismo cuando las mayorías empobrecidas fueron más ignoradas, al punto de consumir en algunas familias la perrarina como alimento (revista Producto, diciembre de 1990).
 
Bueno, es la historia que hay que contar, es la memoria histórica que no podemos perder, porque alguna vez se llegó a afirmar que éramos “un pueblo sin memoria”, pues cada campaña electoral lo engañaban con la misma mentira con la que hace cinco años lo habían engañado. A ese estado de cosas nos está prohibido regresar.
El autor es periodista
@numamolina
 
CiudadCCS

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