FREDDY
ÑÁÑEZ
1 Todo sujeto o fuerza
política que se decida por la democracia, en el sentido raigal del término, no
sólo acepta las reglas del juego sino que es su deber comprometerse con los
principios que le dan sentido. Quien elige —lo dije en la pasada entrega— es responsable
de las consecuencias de su elección, por lo tanto su voto es un ejercicio libre
que no se agota en sí mismo: su fin es consolidar una verdad común. A su vez,
quienes se postulan como opción tienen que ser veraces en sus propuestas.
Insistimos en que este carácter poliético, lejos de ser una utopía, es en
concreto la esencia misma de la democracia y todo lo que esté en sus márgenes
simplemente merecería otro nombre. La democracia no busca otra cosa que la
construcción de un saber y un interés con el cual se pueda superar lo que se ha
vuelto coyunturalmente irreconciliable. Su motivación es el bien común. Si uno
de estos postulados se falsifica, entonces el principio de elección es
imposible y la idea democrática está destinada a la frustración.
2 ¿Pueden los intereses
privados subordinarse a los principios de la sociabilidad, es decir, a la
construcción de una verdad y un interés común? A esta dificultad se ha
enfrentado la razón democrática desde su nacimiento en Grecia. Deformada por
los intereses del poder fáctico, las repúblicas resultantes han sido una trampa
a favor del poder privado y para detrimento de la utopía de las sociedades de
iguales. El liberalismo encontró dentro de la modernidad un axioma para
clausurar estos debates: “Los principios son arcaicos, luego el único principio
vigente es que no hay principios”. Europa y Norteamérica, por poner dos
ejemplos, experimentan una democracia sin valores democráticos, “de baja
intensidad” para decirlo con Boaventura Santos. Mecanismos de legitimación del
poder a través no del voto, sino de la propaganda. Lo que ha sustituido los
principios es el ideal de la oportunidad donde se relativizan las reglas y se
justifican los hechos. No se trata de la construcción de una verdad común, sino
de la anulación de esta posibilidad mediante la sustitución del pensamiento por
medio de la opinión pública.
3 El agente más poderoso de
las democracias de baja intensidad es la opinión pública. Por supuesto que no
se trata de la expresión consciente de nuestros saberes hecha cuerpo, ni mucho
menos el derecho a ello, por el contrario, la llamada opinión pública existe
como institucionalización del pensamiento conformista. Por sí misma funciona
como regulador moral. Lo que esté fuera o contra la opinión pública se devalúa,
no es moderno. Veámoslo más de cerca: mientras las fuerzas socialistas
participaron con una campaña de ideas ante a los conflictos y desafíos del
país, produciendo algunas verdades en torno a la violencia, la vivienda, la
economía; la ultraderecha se mantuvo lejos de las propuestas centrando su
propaganda en los arteros ataques psicológicos, descalificando al contrincante,
exacerbando el miedo, la rabia. Apostaron básicamente a la destrucción de la
razón democrática para invocar el sentimiento de venganza. Esta fórmula llevó
al poder a Hitler. De allí que la victoria de Nicolás Maduro sea una victoria
superlativa: representa a la vez la esperanza de la Revolución y la democracia.
Ciudadccs
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